Desde l´América tozuda
escribo sin contentamiento
unas estrofas que lamento
porque dan cuenta de la dura
fuerza de mi propia amargura
y d´este mío sentimiento,
con su lacónico embeleso
que yo celebro. Denme un beso
por qué no el trópico mañana
y hoy el invierno santiagueño.
Porque la mágica montaña
que es siempre el árbol en su altura
y de la tierra, agria dulzura,
me espera quieta y fantástica
que yo le beba la ternura
húmeda y tibia en el aliento
que brota en letra entrecortada
y gime sola por mi almohada.
Ay, cerco azul de la retama.
Ay, Aconcagua manifiesto.
En verdad es q´estoy en celo,
sin estridencias lo confieso
pero me siento libre y preso
de los sueños de algún abuelo
que habré tenido en este cielo
con su niñez de pan y hueso
su voz llena de humo
de acento cardinal, presumo.
La voz querida en mi concierto.
El resplandor. La madrugada.
Yo, que no quise darme cuenta
aquí estoy con mi pie desnudo
en las historias de la negra
fiesta que al cabo no fue fiesta
sino el acecho largo y mudo
de unos sumados desamparos
y unos perdidos entreveros.
Eso aprendí dando la vuelta
de las fronteras de este mundo
hasta los bordes de mi mesa.
Pero si no es, lo que habrá sido
la herida abierta de Ancaján
la luna en Toetihuacán
y aquellos cielos doloridos
por el inca que fue partido
en cuatro partes, como el pan.
Ese temblor es un secreto
que al corazón lo deja prieto
sin una lágrima siquiera.
Ya no hay memoria de esa pena.
En mi patio canta el coyuyo
su melodía de arrabal
sometido como el quetzal
a dar a otro lo que es suyo
desde las plumas al murmullo
de ese cantor del salitral
que pone al verso de testigo
de que alguien enterró su ombligo.
Así, pregunto, en la mañana:
¿cuál es el fondo de mi cara?
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