sábado, 3 de marzo de 2018

Los muchos rostros de la misma tierra

por Alberto Tasso


El pasado de una región es tan rico, variado y misterioso como el de un hombre. No es fácil desentrañarlo, y antes que intentar un análisis total –seguramente con omisiones y excesos- es preferible andar y mirar, tratando de que todo sea nuevo para los ojos.


N
o se puede mirar hacia arriba. El sol de enero es demasiado fuerte y de nada vale secarse una y otra vez la frente. Las dos ruedas de “la zorra” cargada de troncos han mordido el camino de tierra hasta dejarle dos profundos surcos zigzagueantes. Cada tanto, un mistol o un quebracho tienden su brazo sobre el camino: agacharse, pararse. El camino da vueltas, siempre recortado en el monte. Y siempre parece ser la misma razón de todo: siempre esa tierra dura y calcinada, siempre ese monte prolongado y denso, siempre ese sol, siempre esa sed.
Al hablar de Santiago tiene prioridad su geografía. Uno piensa en las maneras en que la tierra determina al hombre: como lo limita o lo libera, cómo establece sus ocupaciones, la forma y el material de sus casas, cómo moldea su temperamento. Santiago y la aridez. Santiago y la pobreza. Santiago y la contemplación. ¿Cuánto le debe el carácter de los santiagueños a su tierra? Evidentemente, mucho. Así, el santiagueño se ha hecho con rasgos de dureza, de espiritualidad, de ocio, de humor, de canción. Y de amargura.
La solidez granítica del quebracho, con su grandeza casi legendaria, creó una nueva raza, con igual solidez y leyenda: los hacheros ya habían atado su vida a la muerte del monte. Apenas el espíritu de la provincia sobrevuela las conversaciones, la personalidad del hachero se asienta en los diálogos. Hombres que no son literatos ni oradores hablan de él con una fuerza y una ruda belleza que emociona. Una escultura de Delgado -en la casa del diario “El Liberal”-[1] lo muestra con el pie derecho sobre un tronco y el hacha en la mano, mirando, mirando hacia adelante, sin gesto, hecho de pura fuerza.
En Santiago, el hachero es tradición, historia, una figura en las novelas, una anécdota regional ¿Pero nada más? Si, muchísimo más: trabaja y vive en el día de hoy de la misma manera que hace ochenta años. Su sujeción, su pobreza, su desgastarse irremediable en la canción destructora del hacha, son iguales a cuando empezó a labrar los durmientes que hoy soportan todas las vías del país. Y después de asegurar tanto a tantos, él no tiene hoy un gramo de seguridad. Sin médicos ni escuelas ni viviendas, soporta su vieja condena. Y una nueva: la de ser personaje sin poder ser persona.
“A la muy Noble y Leal Santiago del Estero, Madre de Ciudades”.[2] Así repite algún escudo y muchas actas coloniales. Madre de ciudades: de allí salieron las expediciones que fundaron Salta, Tucumán, La Rioja. “Pero después de dar tanta vida, la madre ha envejecido -me dice un santiagueño-. Parece que sus arrugas le pesaran demasiado, y debe ver a sus hijas grandes y ricas. Después de abrirse como un sol hacia los cuatro puntos cardinales, se ha quedado sin brillo”.
No, tal vez no tenga brillo. Si pensamos en el brillo como lustre, como forma cuidada, Santiago no lo tiene. Muestra su cara limpia, con algo de arrogante humildad y de descuido. Pero tiene tantas otras cosas. Por ejemplo, esa condensación de sabiduría existencial que muestran los provincianos, engarzada de dichos populares: la más humana de las filosofías. “No, no somos civilizados si eso significa autos y heladeras –me decían-, pero si cultos. Cualquiera de esos pobrecitos  (los “lustrines”, primer oficio de chicos pobres) filosofa a diario, porque desde que sabe caminar se ve obligado a pensar las cosas que la vida le da o quita”. La vida dando o quitando, como un enemigo o como un benefactor, pero siempre fuera de uno, como un “otro”. Esa es la reflexión que surge de una amargura hecha de tantas cosas.
Y sin embargo, las actitudes no son tristes sino sonrientes, con un profundo ingenio y un trabajado sentido del humor. La ecuación pena-alegría se resuelve en música. Y sobre todo en un género especial y santiagueñísimo: la chacarera. Como todas las músicas verdaderamente populares, la chacarera es una manera de sentir. Rápida, golpeada, casi siempre tiene humor aunque no sea alegre. Y esa manera de sonreír aun de la tristeza, ha necesitado años para lograrse. Años de los que, por ejemplo, ha carecido el tango, que no es sino decididamente triste o burlón: jamás alegre.
Una fuerte presencia del pasado puede ser una rémora a veces, pero en medio de un espíritu sano es casi una virtud. El pueblo que sabe cómo fue sabe también cómo es; si conoce y reconoce a diario las fibras de su ser, puede realizar con éxito el difícil y casi milagroso proceso de la “re-creación”. O sea, devenir una nueva forma, ser de una manera a la vez vieja y nueva, pero mejor. Acaso porque esto se intuye, Santiago del Estero tiene, aunque a menudo se oculte, un rostro especial: el de la esperanza.

Fuente: Revista Histonium N° 336, mayo-junio de 1967, pp. 34-35. Buenos Aires


Post-scriptum

Pasado ya medio siglo desde su publicación, pude hoy releer esta nota gracias al tipeado y edición realizado por Johana, a quien agradezco en primer lugar. Es una de las tres que publiqué ese año, luego de una estancia de 23 días en la provincia, durante el mes de enero. cuyos incidentes describí en mi libreta de viaje (“Agenda Shorthorn 1967”, inédito).
Yendo a la nota en sí, veo en su contenido la intención periodística y social, explicables porque entonces trabajaba de cronista en la revista El Mensajero, mientras prolongaba mi estudio de sociología en la UCA: luego de seis años apenas había llegado a la mitad de la carrera, pero eran suficientes para que hubiera internalizado el rol.
En sus párrafos veo algunos temas que aparecen como constantes en mis escritos posteriores, desde la descripción del escenario, la importancia concedida a la geografía y a la historia hasta llegar a la economía forestal y las condiciones de trabajo de los hacheros. La música aparece como rostro visible del corpus cultural y la esperanza como su cifra oculta.
Uno de mis entrevistados me habló de Di Lullo, pero hasta entonces no lo había leído; tampoco a Canal Feijóo ni a Kusch.



[1] Hoy situada en la sucursal del Banco de la Nación, 24 de septiembre esq. 9 de Julio.
[2] El título de “muy Noble” fue concedido por el rey Felipe II en 1577. El agregado de “y Leal” proviene de Orestes Di Lullo, que lo difundió en sus libros a mediados del siglo XX (Referencia de Antonio V. Castiglione).

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