martes, 2 de febrero de 2016

Una noche bibliográfica


Comte dije, la otra noche salí a Weber con un Amis. Íbamos en su Ford a Marx de Mills por hora, mientras la radio bramaba:
-¡Gogol! ¡Gogol!
Era escasa Lovoissier, y apenas se vislumbraban Labaké, entretenidas en Pasteur al costado de la ruta.
No me gusta la velocidad, y algo Foucault grité:
-¡Quiero que Arquímedes una respuesta! ¿Adonde vamos?
-Marco Polo -respondió sin inmutarse, mirando el GPS.
Sugestionable como soy, sentí el Freud en todo el cuerpo y comencé a tiritar.
-No te pongas Malthus -dijo para tranquilizarme- ya llegamos.


Descendimos.
-Ahora tenemos que ir a Piaget hasta la Grote -dijo él.
-Es extraño, ¿por qué tanta distancia?
-Se trata de un lugar reservado, que no desea ser Veblen por todo el mundo.
-Comprendo, aunque espero que no me traigas a un lugar Malinowski -dije algo preocupado.
-Poe sí: te confieso que es Malinowski, y por eso mismo Baudelaire. Te cuento que hay Yourcenars como a tí te gustan.
Me sentí desafiado por la voz de mi amigo, a quien no veía. Atravesamos el oscuro Montesquieu, dejando a la izquierda el Olivier y a la derecha Le Pin, hasta llegar a Lafontaine, tras la que vimos brillar las luces de la Grote.


Era una pequeña House con Aira de Ocampo. A través de la cerrada Nietzche percibí la Lumen Gentium que poblaba los alrededores.
Al llegar, un fornido y elegante Parsons me miró con gesto despreciativo, hasta que mi amigo exclamó:
-¡Jung!
Según averigüé más tarde, se trataba de una palabra clave que les permitía reconocerse, a pesar de no Verne.
El Parsons nos condujo a la barra de Verbistski, una de las más pobladas en la reunión, donde a la sazón había canilla libre. El Berman ofrecía tragos diseñados por Sokolinski y Cormillot, de bajas calorías.


Antes que pudiera pedir algo, me sentí Anónimo en este mundo de apellidos, pero una rubia teñida de morocha, de edad indesifrable por el momento me sacó de mis cavilaciones.
-Qué Taralli, como estás. Te conocí Artayer, el día que presentaste aquel libro. ¿Estás solito?
Aunque no recordaba Nassif ni era Taralli, mis mejillas se pusieron Rojas, cosa que ella no sé si advirtió. Sin quererlo, me sentí Agudo al repreguntar:
-¿Cómo te llamas?
Ella respondió en voz baja, casi el oído:
-En el documento de inmigración -pues soy extranjera- dice Abraham Larousse. Aquí me dicen La Rusa.


A pesar de mis pocos años -no he llegado a los Quaranta- comprendí que había llegado a un momento decisivo de mi escasa vida. Se me ofrecían Wallarstein alternativas, entre las cuales debía elegir por múltiple Chomsky. Decidí Dargoltz mediante el centroforward, que imprevistamente recuperó la erección, y a partir de un oportuno diálogo sobre von Humboldt le propuse tomar algo en las Cumbres Borrascosas, sitio geográfico y literario donde me sentía Heathcliff.


Pero La Rusa me explicó que prefería la última Thule de la región, o sea la Salamanca, donde en ese momento fungía como bruja. Pidió al Berman un té de valeriana, doble, que venía en un coco, con dos pajitas. Así fue que nos retiramos a los alrededores sombríos de la Grote, donde pasamos unas horas que duraron minutos, de los que nada puedo decir, pues todo lo he olvidado, y acaso no haya sucedido.


Estábamos aún en la barra y el Berman tomaba los pedidos.
-Una Miller -pidió mi amigo.
-Un Wilkie Collins -agregué con voz temerosa.
Ya en las tinieblas, se escuchó la risa de La Rusa.